Cometa (De sobremesa)

Hay cometas errantes, periódicos y, a veces, aquellos se convierten en estos atraídos por el Sol. Hay muchos famosos por ahora vivos como el Halley o el Holmes, y otros ya difuntos como el Brooks o el Biela; pero otros vagabundos no lo son tanto, y apenas si se conocen o se van descubriendo con el paso de los años, gracias a la pasión de astrónomos profesionales y aficionados.

Sabido es que sus visitas siempre han causado furor, destacándose en documentos de diversas épocas y lugares geográficos.

En la actualidad, cuando las personas han perdido la capacidad de sorprenderse ante los fenómenos naturales, y en las noches ya ni siquiera alzan sus cabezas para quizás tener la suerte de ver al menos una estrella fugaz; cuando la Ciencia se ha encargado de desterrar creencias absurdas, y el Comercio de reemplazarlas por otras no menos irracionales; cuando, en suma, huelgan las supersticiones que atribuían a los astros errantes propiedades nefastas, ya no se anunciarán acontecimientos trascendentales, ni habrá castigos divinos para los gobernantes, ni la gloria u ocaso de falsos ídolos serán tomados en serio.


…Le pareció escuchar una gota de agua que caía en el retrete. Maldijo por no haber arreglado la cisterna durante el día. Intentó volver a dormirse pero, gota a gota, el ruido fue intensificándose. Le resultaba un sonido demasiado grave y sin eco, para tratarse de una gota de agua. Mascullando demonios, abrió los ojos.

¡Orugas pardas caían desde el cielo raso, y serpenteaban enloquecidas por el piso! Instintivamente se levantó de un salto e intentó aplastarlas con el pie, pero eran tantas y tan rápidas, que prefirió llamar a su esposa y huir del dormitorio.

Ella no hacía otra cosa que dar gritos y seguirlo prendida del brazo. En la cocina sucedía lo mismo, pero al pesado sonido que producían al caer las asquerosas orugas que se contaban por centenas, se sumaban enormes mosquitos cruzando como petardos, y chillones abejorros del tamaño de murciélagos.

Abrieron desesperados la puerta del fondo, y la ocre alborada los recibió con un panorama desolador: Los canteros de flores habían sido suplantados por hormigueros humeantes erupcionando alquitrán. Millares de gusanos amarillentos pululaban por doquier. El extenso parral se había chamuscado y retorcido como una anciana achacosa, y sus dulces uvas no eran más que carbones alfombrando un bullicioso patio semihundido. Interminables y hediondas serpientes de negro bruñido, se enroscaban en los troncos de los pocos árboles en pie, para engullírselos.

Puso una escalera de madera contra la pared, y en cuatro zancadas subió al techo. No tuvo en cuenta frenéticas termitas devorando la escalera, que se partió con los torpes movimientos de su esposa. Fue tragada por el hervidero de bichos del jardín.

Aterrorizado, buscó auxilio en derredor, pero sólo encontró vecinos en su misma situación, y un mar de inmundicia que todo lo embetunaba.

Sin salvación, de un cielo rojizo llovían brasas candentes, derretidoras, incendiarias. Se ahogó con un fino polvillo picante que descendía en espesos nubarrones, para dejar paso a columnas de cenizas que llegaban para formar un amasijo innombrable.

Hubo temblores sísmicos, el suelo se agrietó, y la corteza terrestre se hundió para siempre. Nadie lo supo, pero en el espacio interestelar, encendida y humeante, viajaba una pipa arrojada por furibundo dios.


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